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martes, 10 de noviembre de 2009

La leyenda del indio misionero


Soy de Ucayali, la selva de Perú, y me gustan las historias de terror así que te colaboro con una historia que me contaron, y que no sé si será verdad por eso creo que es una leyenda.

Cuando todavía era un niño, solía mofarme de los cuentos de las ancianas, acerca de espíritus y otras ánimas que, según decían, solían deambular en la noche por las calles de mi pueblo. Leyendas que perduran en la imaginación de los habitantes de los pueblos del interior. Pasan de boca en boca, y cada persona que las cuenta, le va sumando nuevos detalles, hasta quedar adornada con el folklore típico de cada región.

Entre todas las historias que se solían contar en las reuniones, al caer el sol, era una de las más evocadas, la del “Indio Misionero”.

Según cuenta la leyenda, cuando los misioneros estaban en plena labor en el país, existió un indio que dio tales indicios de acoger la religión, que los educadores le otorgaron un lugar entre sus filas. Aquel hombre podía enseñar con el mismo fervor con el cual lo hacían los religiosos venidos de Europa. Rápidamente se transformó en el orgullo de los misioneros. Hasta que un día, de forma repentina, sin que nadie supiera por qué, el indio enloqueció. En un arranque de furia atacó y mató a tres misioneros. Fue detenido y más tarde ajusticiado por las autoridades españolas. Antes de que fuera ejecutado, dicen que un sacerdote intentó rezar por su alma, pero el indio no lo permitió, negó a Dios y fue maldecido por la eternidad. La noche que siguió a la ejecución, varios indígenas juraron haberlo visto caminar entre la arboleda, en las afueras de la misión.

Más tarde, España suspendió el trabajo de los jesuitas y las misiones fueron cerradas o, directamente, abandonadas. Sin embargo, la leyenda del indio no desapareció. Año tras año, se fueron sucediendo los testimonios de distintas personas que decían haber visto al “Indio Misionero” vagar por la selva. Siempre de espaldas a los aterrados espectadores, llorando y maldiciendo, con un tono de voz profundo y desgarrador.

Durante el verano en que cumplí doce años, el Padre de la vieja iglesia de mi pueblo, que se encontraba en un estado de salud bastante delicado, falleció. Llegó a la antigua parroquia un nuevo cura, y con su venida, también volvieron las historias del “Indio Misionero”.

Esa estación, más gente de la que podía recordar en mis doce años, había visto el fantasma indio. Muchos dijeron que el arribo del sacerdote había inquietado al ánima, y por eso había vuelto a vagar, cada vez más cerca del cementerio, que se encontraba al lado de la vieja parroquia.

Todos esos relatos me parecían cuentos de viejas supersticiosas, tontas leyendas, nada más. Y, por tal, a mis temerarios doce años, me sentía muy por encima de mis amigos que solían pasar noches en vela, luego de oír las historias acerca del indio.

El nuevo sacerdote de la parroquia, al contrario del que había venido a suceder, pensaba que la leyenda era una historia inventada, en otros tiempos, por mentes sacrílegas que estaban en contra de las labores de los misioneros. Cada vez que podía, trataba el tema e intentaba persuadir a la gente del lugar de la veracidad del mito.

Dos meses después de haber llegado, el sacerdote dejó de hablar sobre el “Indio Misionero”, de la noche a la mañana. Nunca más volvió a tocar el tema, y hasta trataba de evitar el asunto, cuando alguien hacía referencia a la historia. Esta actitud sólo contribuyó a empeorar las cosas, arraigando la leyenda entre la gente, más de lo que estaba hasta el momento.

A pesar de todo, yo seguía manteniendo mi opinión sobre el tema, sin dar marcha atrás. Y tampoco dudé cuando uno de mis amigos, cansado de mis burlas acerca de su falta de valor, me retó a pasar la noche en la selva cercana a la iglesia, donde solía aparecer el “Indio Misionero”. Nada tenía que perder. Si yo tenía razón, y el fantasma era solamente un invento, podría reírme de todos los del pueblo a la mañana siguiente. Y de ser verdad lo que se contaba, me transformaría en uno más de los miedosos que vivían en el lugar, seguramente.

Dos noches después, estaba listo para mi gran aventura. Pasamos la tarde en el borde de la selva, y junto a los demás chicos, improvisamos una choza, con ramas y hojas de plantas, en la que pasaría la noche a resguardo. Algunas niñas llevaron algo de comida y agua, para el valiente que se animaba a acampar cerca de los terrenos del “Indio Misionero”, un lugar al que casi nadie se acercaba una vez caída la noche. Cada uno volvió a su casa e intentó no advertir a ninguno de los padres acerca de mi cometido.

Pasaron unas cuantas horas hasta que estuve convencido de que mis padres dormían. Salí de la casa, tomé una lámpara de aceite, que había preparado de antemano, y me dirigí a la plaza del pueblo, que estaba a unas cuantas cuadras de la iglesia. Ahí nos reuniríamos todos los chicos, para estar seguros del inicio de mi hazaña.

Una vez que el grupo estuvo completo, algunos trataron de persuadirme de mi cometido, pero no les hice caso. Decidido como estaba, me despedí de cada uno y comencé mi marcha hacia los terrenos cercanos a la iglesia. Al llegar cerca de la parroquia, pude ver que una tenue luz salía de la habitación donde debía encontrarse el cura. Pasé por el lugar tratando de hacer el menor ruido posible.

Al llegar al cementerio, di un rodeo, para no tener que cruzarlo por el medio. Que fuera un incrédulo con respecto a las leyendas, no quería decir que me gustara la idea de caminar por el cementerio en plena noche. Al fin llegué hasta la choza que habíamos construido esa misma tarde. Me senté en el medio del pequeño habitáculo y encendí la lámpara de aceite. Su brillo se posó sobre los comestibles y la bebida que estaban apiladas allí adentro. Comencé a darme un verdadero festín, intentando contener las carcajada que me asaltaban al pensar en lo nerviosos que estarían los otros niños, mientras yo estaba disfrutando de aquel suculento banquete.

Una vez que hube acabado con toda la comida y la mayor parte de la bebida, me recosté sobre el piso de tierra y esperé a que pasara la noche. En cierto momento, perdí la noción del tiempo. Salí del refugio y traté de guiarme por el cielo, pero fue inútil ya que se trataba de una noche sin luna. Miré hacia la iglesia, y tan sólo vi su oscura silueta, recortada, confusa, entre las sombras. El Padre debía estar durmiendo para ese momento, pues ya no quedaban vestigios de la luz que antes había observado en su ventana.

Del ostracismo de mis pensamientos, vino a sacarme el ruido procedente del interior de la selva. Un sonido que se iba haciendo cada vez más cercano. Ruido de pies arrastrándose entre las malezas y lamentaciones lejanas. No podía ser cierto. Corrí a la choza y tomé la lámpara. Caminé hasta el borde la selva y traté de distinguir algo entre la vegetación. Entonces una silueta con forma humana comenzó a dibujarse, y a los pocos minutos la tenía a tan solo unos pasos. Alcé la lámpara una vez más y su llama vibró, a pesar de que no había una gota de viento. Sentí cómo se erizaba hasta el último de mis cabellos y la sangre se helaba en mis venas. Pude ver una figura de espaldas, se asemejaba a un indio, que parecía llevar algo sobre su pecho, por la posición en que tenía sus brazos.

Me acerqué para oír lo que estaba murmurando, y pude distinguir una frase que nunca más podré olvidar: “¿Por qué me hiciste esto, si tanta confianza puse en ti?”. El terror había hecho presa de mí. Intenté mover los pies, pero lo único que logré fue trastabillar. Caí de espaldas sobre el suelo y la lámpara rodó a mi lado, sin hacerse añicos de puro milagro.

Antes de apagarse, la lámpara proyectó un último haz de luz que fue a dar de lleno en el rostro del indio que acababa de girar y me observaba sin parar de blasfemar en contra de Dios. Todo comenzó a darme vueltas, las imágenes se hicieron borrosas y el paisaje íntegro empezó a tornarse cada vez más negro. Antes de que la pérdida de conciencia fuera total, podría jurar que vi cómo el indio que se erguía ante mí y me observaba con ojos rojos como el fuego, lloraba aferrando a su pecho el cuerpo sin vida de lo que parecía ser un bebé. Luego llegaron las sombras, que lo cubrieron todo.

Desperté al otro día en la cama de mi habitación, bañada por la luz del día. El cura de la parroquia me había encontrado desmayado cerca de la puerta de la iglesia y me había traído hasta la casa de mis padres, luego de asegurarse de que me encontraba en perfecto estado.

Claro que tuve que rendir cuenta a mis padres acerca de lo que había hecho la noche anterior, y afrontar el debido castigo. Y aunque conté todo lo que había ocurrido a mis amigos, los adultos no oyeron una palabra sobre el tema, que partiera de mis labios. Ellos creyeron que el desmayo se debía al atracón que me había dado en la choza.

Aunque ya no vivo en el pueblo, sé que en él, la leyenda del “Indio Misionero” sigue tan vigente como en los días de antaño. La historia fue mutando, y al día de hoy, el indio vaga por la selva abrazado al cuerpo de su hijo muerto a causa de una enfermedad desconocida. Como dije, cada generación agrega algo a la historia, para hacerla más suya. Y la nuestra creo que volvió al fantasma un poco más humano, de ser posible.

Con el pasar de los años, los recuerdos de mi aventura nocturna se fueron volviendo cada vez más difusos, y hasta yo llegué a dudar de la veracidad de lo que había visto. No estoy muy seguro de qué fue lo que pasó verdaderamente. Pero, lo único que sí sé con certeza, es que desde esa noche jamás pude volver a dormir sin una luz encendida.

(COLABORACIÓN DE: anónimo, de Ucayali, Perú)

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